El eterno resplandor de una mente sin recuerdos

 

Te comenté que había estado llorando el día anterior. Preguntaste por qué y respondí que había visto el eterno resplandor de una mente sin recuerdos. ¿cuántas veces la has visto ya?, preguntaste enseguida. No lo sé, muchas de seguro, cada una produce similares emociones, y todas me llevan a la misma conclusión. ¿quieres borrarme? por eso llorabas, me dijiste con una sonrisa que asumía la respuesta. Claro que no, en realidad me di cuenta que jamás podría borrarte. Ah! Entonces por eso sí llorabas. Sonreí. En realidad lloraba porque no encontré una historia más parecida a la nuestra, ni a otros protagonistas tan similares a nuestras vidas.
Beck sonaba en el mejor momento. No pudo sonar más triste.
Luego recordé el blog de películas que quisimos abrir. Intenté escribir sobre ésta, que es bastante especial. Aquí estoy, lejos de un comentario que pretenda recomendarla o hacerle alguna critica de cine, y más cerca de experimentar por qué me seduce esa historia.
El olvido y la memoria han sido carne y hueso en nuestras palabras –y en las de otros-. El tiempo pareciera dominarlo todo y encargarse de ambos. Puedo entender que el tiempo tiene soberaní
a sobre nuestro tiempo y nuestro espacio. Las horas, los días, los meses y los años pueden borrar las sensaciones de los instantes simples en los que soy feliz desde que estoy contigo, se borrará el encuentro después de cada despedida, se borrará la exactitud de las emociones cada vez que nos distanciemos. Cada vez que el tiempo pase. Creo que el tiempo parece un dios, incluso decide cuando es hora de morir. El tiempo decide la hora del final, decide cuando es suficiente.
Pasó mucho
tiempo para poder estar juntos. Fue un juego que incluso nos ponía en contra de nuestros propios sentimientos e impulsos o necesidades. Quise olvidarte y tu quisiste olvidarme. El olvido implica borrar de la memoria toda sensación o emoción que pudiera hacernos caer nuevamente en el recuerdo. Olvidar es imposible a vista y paciencia de los más resignados. Puedo confirmar tal imposibilidad.
Si hoy cerrara
los ojos y te presentaras con otro nombre y otra historia me volvería a enamorar del hombre de siempre. Me ha ocurrido ya antes. Me enamoré de un ignacio al que jamás besé ni toqué ni abracé ni miré. Me enamoré de un hombre que era la fiel copia del que ahora me he enamorado, he besado, tocado, abrazado y mirado, tal vez por eso lo he amado con toda mi vida.
Si no tuviera memoria seguramente mi vida estaría seca –de emociones- o vacía -de sensaciones- en ese espacio borrado. Hoy, si pudiera, guardaría hasta cada beso y cada mirada en frasquitos de cristal.

Clementine, es una mujer impulsiva e insegura, bastante niña o inmadura para sus cosas. Joel, es callado y a pesar de su aspecto serio también guarda un niño en su interior que se libera en cada juego con la mujer que ha cambiado su vida (clem). Se aman y se odian como niños y como adultos. La diferencia los hace similares pues ambos son especiales, y tal vez pierden el encanto de la complicidad cuando caen en la normalidad de la costumbre que se aleja de la locura. Locura donde es más fácil encontrar un amor único. La locura lo cura todo. Han perdido esa locura. Ambos deciden olvidarse, ella por un impulso y él por despecho. Ambos deciden borrar el amor que los mantiene vivos. Ya olvidados mutuamente se dan cuenta del vacío o la ausencia presente en sus vidas. Se re-encuentran y el encanto resurge como desconocidos que parecieran conocerse hasta la intimidad. Así ha sido y así siempre será. Cuando se dan cuenta de lo ocurrido entienden el daño y el dolor. El intento de alejarse nuevamente sólo queda en eso, un intento. Concilian amarse hasta los defectos, asumiendo que en ellos está el secreto que los enamora. Por cierto, un final feliz por la maduración de sus sentimientos.

Una mente sin recuerdos es sequedad ante tanta histeria y melancolía que contrae lagrimas siempre insuficientes para aquel desierto, mas el eterno resplandor es el secreto de un amor capaz de habitar el vacío del corazón más desolado, iluminándolo y renaciéndolo cada vez que -más allá de la razón- sea necesario.


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